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Para una elegía a Marcelo “Nono” Frondizi
Cuando murió el Nono, hace tres años, llovía sobre la ciudad y el cementerio de Chacarita se me antojó igual de plomizo que aquel otro día de 1955. Algo aconteció entre las vidas vividas durante ese lapso, entre esos dos días de mierda, para que yo evocara en voz alta, a modo de despedida, el bombardeo del 16 de junio de 1955 junto al féretro del Nono. Aquella masacre brutal, impiadosa, que con el atronar de cada bomba quiso aplastar la conciencia de todo un pueblo, fue perpetrada por orden y a cuenta de los poderosos de siempre sin que estos pudieran percatarse que, de aquellos fuegos y metrallas, nacería una generación revolucionaria: la de Marcelo Frondizi, entre muchas y muchos otros.
¿Cuánto había pasado desde la primera memoria, aquella en la que retengo que ambos, el Nono y yo, caminamos por Perú, en dirección a la Avenida de Mayo y hablamos del exilio? Esa es mi primera imagen junto a él. Tal vez habíamos salido de la oficina del PAMI, la que queda en Perú y la Diagonal Sur, o quizás del INDEC, que queda a la vuelta, sobre la Diagonal, pero mirando a la oprobiosa estatua del genocida Roca. No sé, seguro que salíamos de una asamblea, de esas que se multiplicaban por esos días de 1985, poco después de que la Lista Verde, encabezada por Víctor De Gennaro y Germán Abdala, el 6 de noviembre de 1984 arrasara en las elecciones de la Asociación Trabajadores del Estado.
A bocajarro le pregunto si él tiene algo que ver con los Frondizi. La pregunta es de cajón: no todo el mundo se apellida igual que un expresidente, un exrector de la Universidad de Buenos Aires, un intelectual asesinado por la Triple A. Sí, soy sobrino de Arturo, de Risieri, de Silvio -dice- pero soy hermano de Diego, soy el mellizo de Diego, el de las Fuerzas Armadas Peronistas -no dice las FAP, dice Fuerzas Armadas Peronistas y cada palabra la tañe como a un bronce- y acrecienta: el que cayó en el combate de Rincón de Milberg, junto con Manolín Belloni. En ese momento, cuando él pronuncia “pero” siento que el sonido retumba. Con los años, yo descubriría que Diego no sólo había sido su hermano mellizo sino, tal vez, la poderosa fuerza interior que lo compelía a plantarse siempre, absolutamente siempre, en el puesto más avanzado de la lucha de calles que todos y todas protagonizaríamos contra el neoliberalismo. También llegaría a comprender, a partir de aquel descubrimiento, que esa vocación del Nono por poner el cuerpo por delante de las ideas habría de ser la cifra oculta, la contraseña que él se había guardado para que las pibas y pibes, los más jóvenes, vieran en él un modelo a seguir pero absolutamente alejado de la estatuaria y de los mausoleos de la revolución.
Entonces lo miro de soslayo, mientras seguimos caminando y él, que se da cuenta de mi azoro, se sonríe. El Nono se sonríe como diciéndome no te azores y, casi llegando a la Avenida de Mayo, nos metemos en un bar de oficinistas. Entre cerveza y cerveza nos contamos la vida. Algo, que todavía hoy no puedo describir ni calificar ni nada, nos lleva por el camino del reencuentro, como si alguna vez, antes de aquel día, hubiéramos intimado, o militado en la misma organización y, llegada aquella circunstancia, caminando por la calle Perú, nos reencontráramos para seguir como si tal cosa.
Insisto, algo ocurre allí, quizás en el bar de la esquina de Hipólito Yrigoyen y Perú, plagado de gente que sale a las apuradas del laburo para comer un bocado, acostumbrada a la vocinglería típica de esas horas y, por eso mismo, desatenta de esos dos tipos que hablan entre sí como si lo hicieran invariablemente todos los mediodías aunque, como digo, se tratara de la primera vez y aquella empatía inicial nos imantase a las pequeñas anécdotas que alargarían la charla y las cervezas.
Así me cuenta de los títeres que fabricaba artesanalmente para vender en El Rastro, el mercado de Madrid, o en Las Ramblas, el mítico paseo de Barcelona, o en el Ponte Vecchio, de Firenze y yo le digo que no me lo imagino artesano. Y quien ahora mira de soslayo, pero hacia la ventana que da a la vereda de los pasos urgentes, es él, no sin preguntarme de qué iba yo en el exilio. Le cuento con detalle y no para de reírse. El destierro, dice, nos hizo creativos. Me llama la atención que diga destierro. De hecho es la primera vez, o al menos creo eso hasta hoy, que escucho a un antiguo exiliado hablar de destierro en lugar de exilio. Suena más fuerte porque tiene otra densidad, pienso, sobre todo porque el destierro no implica solo el hecho de que te ves obligado a abandonar tu lugar, tu tierra; el destierro, antes que la idea de exilio, comporta la conciencia hecha palabra de que te quieren sacar de adentro tuyo ese lugar que te define y que, por no poder llamarlo amasijo de sangre y de recuerdos y de infancia y de lengua propia, llamamos patria. En el destierro, le digo al Nono, todo se trata de impedir que te saquen la patria de adentro.
Creo que fue en ese momento de la charla que, por enésima vez, brindamos, ahora alborozados por esa coincidencia y por la certeza de que habíamos compartido, sin saberlo, aquel afán de abrazarnos a la patria en el abrazo dado, allá afuera, a tantas y tantos compañeros queridos. Uno tras otro decimos los nombres del destierro, quizás como un conjuro mágico para aventarles los ribetes de tragedia griega que el extrañamiento te impone en la cotidianeidad de la lejanía obligada. Hasta que en medio de los recuerdos, no sé bien a título de qué, uno de los dos dice Carta Abierta. Me parece que él, sí, sin dudas es él quien nombra a la mítica agrupación estudiantil de Filosofía y Letras de la UBA, la de los finales de los años 60 y principio de los 70, porque se acuerda de Emilio, al que todos, en aquellos años del no menos mítico Cuerpo de Delegados de la facultad, llamábamos El Príncipe y quien, junto a otras compañeras y compañeros de la agrupación, se uniría, por fuera de la militancia estudiantil, a Eduardo Jozami y Lila Pastoriza en los Comandos Populares de Liberación donde, dice el Nono, también recalé yo.
Otro brindis. El Nono lo recuerda a Emilio porque cuenta que más de una vez, caminando por las calles de Palomeras Bajas o Entrevías, esos arrabales duros del Vallecas madrileño, creyó verlo al Príncipe con su andar ligero, casi etéreo, cuando ya llevaba un tiempo como desaparecido. Espejismos, le digo y me mira. Hay un chisporroteo en esa mirada, un aviso de que el recuerdo de Emilio navega en la cubierta de otra remembranza, la de Diego en Rincón de Milberg, aquel 8 de marzo de 1971, cuando trata de recogerlo a Manuel Belloni, tendido en el piso porque lo hieren en una pierna y él, Diego, dispara su pistola hasta que lo bajan. Los canas lo abaten a Diego y luego rematan a Manolín, dice el Nono y ahora sus ojos se detienen en un punto indefinido del no tiempo y la deshora. Entonces le cuento que unos días después, en una asamblea en Filo leímos, a modo de homenaje a los dos compañeros, el comunicado de las FAP en el que se relataba el combate. Tendríamos que habernos conocido ahí, dice el Nono, porque merodeaba los bares de Urquiza e Independencia para las citas.
En eso soy yo quien mira a cualquier parte, como para borrarme de la cabeza que, poco tiempo después de aquella asamblea, terminaría en la cárcel de Villa Devoto, teniendo como abogados defensores a Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde quienes, para la época, ya eran dos de los más conocidos defensores de los presos políticos de la dictadura. Ahí es el turno del Nono, de percatarse de que mi memoria se interna en una bruma de recuerdos y me pregunta en qué pienso. Le digo. La mención al Pelado Ortega Peña lo pone a él en el recuerdo de Silvio Frondizi, asesinado por la Triple A al igual que Rodolfo pero, como si quisiera sacudirse de encima la pesadumbre de aquel dolor, el Nono dice Duhalde y se sonríe. De qué, le pregunto. De mis andanzas en Madrid con Eduardo, Carlos María y Marcelo, los tres hermanos Duhalde. Los Dalton, le digo yo; los llamábamos Los Dalton porque andaban los tres juntos, más Rodolfo Mattarollo, recorriendo Europa con la CADHU, la Comisión Argentina de Derechos Humanos, denunciando el genocidio.
Volvemos a reírnos y, de nuevo, a las pequeñas anécdotas, aquéllas que una y otra vez nos ayudarían a no abandonar el sueño de la revolución ni siquiera en el destierro. Ese día, el del reencuentro de los que nunca se habían encontrado, ambos supimos que ya nada nos separaría y que sería para siempre, aunque discutiéramos y discrepáramos, claro, pero aquella primera confesión, la de que ambos luchábamos por la revolución, nos marcaría indeleblemente por más de tres décadas.
Transcurrido todo ese tiempo, y hoy que el Nono ya no está, siento un orgullo inconmensurable cuando me digo que él, como expresión de toda una generación, es el único que logró conectar con las esperanzas y los sueños de los más jóvenes. Aunque más no fuera por eso, las pibas y los pibes lo recordarán por siempre.
(*) Secretario de Comunicación de la CTA de los Trabajadores.