Se reía Pascual D´Errico, el “Cazafachos”, cuando lo contaba en Ancona, Italia, a su llegada desde la cárcel. Justo él, el secretario gremial de la UOM Villa, que era más conocido entre los suyos por su escasa habilidad para la diplomacia, decía que Alberto Piccinini, en Coronda, repetía una y otra vez “Tranquilidad, muchachos, tranquilidad”.

Poco tiempo después, Pascual llegó a Amsterdam y se sacó unas fotos carnet en una máquina automática que había en el hall de la Estación Central. Había adelgazado cuarenta kilos a la sombra después de haber pesado ciento veinte y ahora, con un pucho en los labios, decía que se parecía a Rodolfo Bebán. “Si me viera el Cabeza no me pediría tranquilidad porque parezco tranquilo aquí en la foto”. Y se deshacía en carcajadas.

En verdad, no se puede afirmar que Alberto fuera un calentón, pero tenía lo suyo.
Ya había ingresado a la clínica por el avance de su enfermedad, la que le impedía recordar situaciones, nombres y caras pero que no había conseguido borrarle la sonrisa en ciertos momentos y un día, el menos pensado sin dudas, se topa en un pasillo con el Negro Galassi. El hombre había sido gerente de recursos humanos en la Acindar de las persecuciones y el Villazo. Alberto, como no podía ser de otra manera, lo tenía montado en un huevo desde entonces.

Se ve que la nube que le sobrevolaba no era aún lo suficientemente densa y espesa y el Cabezón se paró de golpe y lo encaró. “¿Qué hacés acá?”, lo increpó al tipo con dureza. Que sí, que no y comenzaron a discutir. Cada vez en una octava más alta hasta que Alberto encerró toda su tranquilidad en el puño derecho y le acomodó un roscazo al exgerente como si estuviera cobrándose de un saque todas las deudas juntas.

No es posible asegurarlo, pero si el Cabezón y el Cazafachos ya se encontraron, después de tantos años, estarán cagándose de la risa uno del otro.-

(*) Secretario de Comunicación de la CTA-T

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