¿Quién denuncia la igualdad?
La enunciación de la igualdad como tabla de medida de todos los registros democráticos posteriores a 2003 es una novedad de los últimos tiempos. No es que esa enunciación hubiese sido omitida en los inicios; lo que ahora ocurre es que el enunciado tiene la sonoridad y el alcance que le dan los conflictos por la igualdad. Es decir, el objetivo de la igualdad, señalado en los comienzos del kirchnerismo como principio ético, adquiere hoy materialidad en la raíz conflictiva de su enunciación porque ésta, ahora, está a cargo de diversos sujetos sociales.
No es el Estado, centralmente, quien se encarga de la tarea; son esos sujetos sociales los que, surgidos y reconocidos como tales al compás de las profundas reformas ocurridas tras la debacle neoliberal, le demandan al Estado una política para la igualdad. Y lo hacen con lo que tienen puesto, o sea, no son sujetos identificables como parte de una nueva fuerza social orgánica en movimiento; ellos son partes inconexas de un todo que apenas se reconoce en la demanda sectorial y en la esperanza compartida de que la solución es posible. De hecho, el 54% de los votos obtenidos por la Presidenta en octubre pasado está amasado con esos tres ingredientes: ausencia de una fuerza organizada, demanda sectorial creciente y confianza en alcanzar el futuro. Pero, si se observa desde 2003, el futuro ya ha llegado: la igualdad y sus conflictos reclaman, en conjunto, como principio ético y como materialización concreta, más igualdad.
Esta situación no es patrimonio exclusivo de Argentina. Los gobiernos nacionales, populares y democráticos, surgidos en el continente tras el estallido de la hegemonía neoliberal, se adentran, cada cual con sus especificidades, en este terreno tan novedoso como ignoto. El ciclo de reformas que se inició como la búsqueda de una respuesta autónoma a las imposiciones políticas, sociales, económicas, culturales y militares emanadas de la lógica de la valorización financiera del capital a escala planetaria, ha generado estas condiciones de demanda que los Estados, por sí mismos, no pueden responder si no es a condición de hacerlo en concomitancia con las voces populares que se alzan reclamando más igualdad. Otra alternativa les está vedada, a no ser que desconocieran la licencia social con la que cuentan y se deslizaran hacia formas restauradoras conniventes con el viejo orden. En lo inmediato nada indica que sea así, no obstante la proliferación de teóricos de la impostura que, por izquierda y por derecha, profetizan la caída de las caretas que mostrará, al fin, los rostros espurios de las experiencias nacionales, populares y democráticas.
Como sea, lo cierto es que, en Argentina por lo pronto, pareciera haberse llegado a una frontera, un límite que está mucho más dado por la correlación de fuerzas que por una aduana ideológica. Hasta aquí, el Estado ha sido el protagonista exclusivo de los cambios que han venido operándose desde los inicios del kirchnerismo. Como reflejo sensible aunque no mecánico de los sucesos de 2001, la intervención estatal fue imponiéndose a todas las trabas y obstáculos puestos por la reacción conservadora y, al mismo tiempo, esa intervención desnudó la impotencia política del bloque en el poder para reconducir la sociedad en función de sus propios intereses. Sin embargo, el denso entramado jurídico urdido bajo la hegemonía neoliberal (piénsese, por ejemplo, en la vigencia incontestable de la reforma constitucional de 1994), asociado a la inexistencia de una construcción político social capaz de "fijar la agenda", aparecen como hitos inhibitorios de la intervención estatal y se muestran, claramente, como barreras a las demandas por más igualdad.
Pero no son ésas las únicas barreras. El ciclo de reformas y los cambios de todo orden operados a instancias del protagonismo estatal, han creado también la ilusión de que el Estado todo lo puede o, de lo contrario, hay que esperar a que pueda. La fetichización del Estado -que de esto se trata- poco y nada ha contribuido a reparar en la potencialidad de la autonomía relativa de los sujetos sociales concebidos como sujetos políticos, es decir, como actuantes dentro, contra y más allá del propio Estado pero siempre en defensa del interés público. Es más, por la vía de fetichizar al Estado la noción de lo público pareciera ser dominio exclusivo del aparato estatal cuando, en realidad, no siempre lo representa ni lo garantiza. Y si esto es así lo es, precisamente, porque el Estado no es una máquina teledirigida por un poder fantasmal y omnímodo; su estructura, sus modos de relación con la sociedad en general y con las clases y sectores de clase en particular, son una condensación de las relaciones de fuerza que, en un momento histórico determinado, estas clases establecen entre sí. El Estado, como tal, es una disputa visible -más allá de todo fetichismo o ilusión óptica- en la matriz contradictoria que lo informa y lo renueva toda vez que la sociedad discute el rumbo que ha de seguir.
Y el rumbo está en discusión. El reclamo por más igualdad emerge allí donde los trazos de un modelo productivo que intenta resolver los desafíos de la inclusión social, la soberanía, la distribución de la riqueza y la participación democrática de la ciudadanía, se topan de frente con las razones mercantiles de la megaminería, la expansión sojera o el retaceo de hidrocarburos a cargo de las grandes petroleras. Frente a esto, el discurso estatal, por más firme que se enuncie, exhibe una fragilidad constitutiva: no es el eco ampliado de una fuerza social orgánica que lo dirige sino el vacío de su ausencia. Por el contrario, el enunciado de la igualdad, bien que proferido en la lengua doliente de los tiroteados por los terratenientes, los apaleados por los esbirros de las megamineras extranjeras, los gaseados a mansalva por las policías de enclave, remite a un sujeto social y político que, en formación, no desmiente su condición de no estatal.
Aquí, pues, hay una pista, un cifrado que es posible desentrañar si se lo piensa como camino para la ampliación de la democracia real. El caso de la libre disponibilidad de combustibles, por ejemplo, ilustra hasta qué punto la acción estatal -en las condiciones actuales- encuentra una limitación objetiva en el entramado jurídico que favorece objetivamente a las grandes petroleras, mientras que una acción civil -encarada por un conjunto de organizaciones sociales no estatales- puede representar inequívocamente el interés público y, de este modo, promover, reforzar y redirigir la acción estatal.
La iniciativa de constituir el Frente Nacional por la Soberanía Energética, a cargo de la CTA y de todas las organizaciones que, en noviembre pasado, se dieron cita en Mar del Plata para conmemorar el 6to. Aniversario de la Derrota del ALCA, revela que una nueva fase se ha abierto dentro de la época histórica signada por la experiencia del kirchnerismo. En esta fase, el protagonismo ciudadano tiene bajo su responsabilidad la tarea de articular el discurso de la igualdad; un discurso que para ser tal debe poder reconocerse en las múltiples lenguas que lo conjugan aun al precio injusto de su desconexión sectorial; un discurso, en suma, que en términos políticos, ideológicos y culturales resuelva enunciar un nuevo horizonte en lugar de denunciar su imposibilidad histórica porque otros lo acometen.-