Lo conocí en el oscuro locutorio de la cárcel de Caseros, una tarde muy fría del año 81. Entró caminando muy despacio, acompañado por un guardia del servicio penitenciario que le indicó dónde sentarse: un taburete incómodo, frente al vidrio que nos separaba y que impidió el apretón de manos. Mi aspecto lo impresionó un poco y no lo pudo disimular: “¿Tan mal los tienen?”, preguntó mirando mi cabeza rapada y el uniforme de presidiario: una chaqueta y un pantalón azules, siempre dos talles más grandes o más chicos del que hubiera correspondido. Hacía unos seis meses que había llegado a Caseros, luego de seis años en la prisión militar de Magdalena, y mi cara ya era de un color entre amarillo y verdoso, similar al del musgo que crecía en las paredes de esa cárcel que hacía realidad la metáfora: los presos vivían a la sombra.