Ese 24 de mayo, a la noche, la plaza verá llegar las primeras columnas. Son militantes organizados. Algunos, algunas, emergerán de la clandestinidad, otros simplemente se acercarán guiados por las banderas y los cánticos.

En horas nomás asumirá la presidencia Héctor Cámpora. El otoño de 1973 llega de la mano de la victoria popular y ésta se adueña de los corazones y las calles.

Carlos Sfeir es un pibe de 17 años que el próximo diciembre finalizará el colegio secundario e integra el frente estudiantil del partido Vanguardia Comunista. Él, como muchas y muchos otros de su edad, habrá recitado ya, decenas de veces, el poema de Armando Tejada Gómez y con emoción habrá dicho: “Andar de adolescencia en bandolera/ es andar de testigo y acusado/ por los atardeceres sin orillas/ absurdamente ausente de los pájaros”. Sabe, Carlos, que ese 25 la Plaza de Mayo será el gran escenario nacional, que allí estará Dorticós, el presidente cubano, y Salvador Allende, el chileno, y que millares de jóvenes como él saltarán de alegría y cantarán y putearán a los milicos en retirada. Entonces, Carlos lo llama a su amigo Gustavo Rollandi, que también es compañero de estudios y de militancia y que tiene su misma edad, para sumarse juntos a la fiesta popular.

Pero, a la tardecita de ese 25, muchas de las columnas que habían ocupado la plaza y sus inmediaciones inician otra movilización. No existen los teléfonos celulares y el boca a boca pasa la consigna, el santo y seña de la esperanza: a Devoto, a liberar a los compañeros. Nadie podrá explicar ahora, medio siglo después, cómo esa misma consigna se reproduce en simultáneo en Tucumán, en Rawson, Resistencia, Córdoba, La Plata y que miles de personas se congregaran frente a los portones blindados de las cárceles en donde estaban los presos políticos de la dictadura.

En la cárcel porteña de Villa Devoto, poco más de doscientos prisioneros, entre hombres y mujeres, ya habían iniciado una tensa vigilia. En los pabellones se confeccionaban banderas y se pintaban las puertas de las celdas con los nombres de los caídos. Un trasegar de defensores, integrantes de la Asociación Gremial de Abogados de Buenos Aires que defendía a los presos políticos, iba del penal a los despachos del nuevo gobierno para exigir la inmediata libertad de los compañeros. Había dudas, cavilaciones en torno a si era mejor el indulto que la amnistía; pero la presión no amainaba y alrededor de 40000 manifestantes se aproximaban a las paredes de la cárcel y entre ellos, Carlos y Gustavo.

La multitud clamaba frente al portón de la calle Bermúdez mientras desde las ventanas enrejadas los presos colgaban las banderas de sus respectivas organizaciones revolucionarias y por doquier se escuchaba: “¡Abran, carajo, o la tiramo abajo!”. Hasta que Héctor Cámpora, presidente de la Nación, finalmente firma el indulto y ordena que se libere de inmediato a todas y todos los presos políticos. La algarabía es total en todas las cárceles. Julio Troxler, sobreviviente de los fusilamientos de José León Suárez y jefe de policía de la provincia de Buenos Aires, se encarga él mismo de abrir las puertas de la cárcel de La Plata.

Sin embargo, y ya en la madrugada del día 26, un rumor corre entre quienes todavía permanecían en las inmediaciones del penal de Villa Devoto: no los liberaron a todos. Hay corridas, gritos, y empujones frente al portón. De repente suenan los primeros disparos. Son de las pistolas lanzagases y provienen desde adentro de la cárcel. Arrecian las puteadas, las consignas de replegarse y reagruparse hasta que en medio del caos una bala de plomo impacta en el cuerpo de Carlos Sfeir, que cae muerto. No lejos de allí otro pibe, de 16 años, es asesinado por los disparos provenientes desde adentro de la cárcel y desde las torres de vigilancia. Se trata de Oscar Horacio Lysac, militante de la JP.

Gustavo Rollandi no sabe, no puede saberlo aún, que tres años después de aquella noche en Devoto, con la dictadura cívico militar eclesiástica en pleno apogeo, él mismo caerá preso y será torturado hasta el cansancio de sus verdugos, y tampoco sabe, en medio de la balacera y la estampida por la calle Bermúdez, que su amigo Sfeir ya ha sido asesinado. Corre junto con los demás, busca guarecerse de las balas hasta que llama a la puerta de una casa. Para su sorpresa, no solo se abre la puerta sino que una mujer lo toma fuerte de un brazo y lo mete para adentro.

Apenas si alcanza a recobrar el aliento cuando piensa que, en esas condiciones, con la policía y los penitenciarios rondando por las cercanías, no podrá salir del barrio. Sabe, además, que sus compañeros de Vanguardia Comunista esperarán dos horas hasta que llegue a la cita de control y que, si no lo hace, irán a su casa para avisarle a la familia y para sacar de allí todo y cualquier elemento comprometedor que sirviera para acusarlo tras el seguro allanamiento. Entonces le pide a la señora que lo protegió que le deje hablar por teléfono. Consigue comunicarse con su madre y la tranquiliza, pero él perderá su calma y estallará de rabia al día siguiente cuando se entere de la muerte de Carlitos Sfeir.

Parecía inconcebible que después de tantos años de penurias, con todo lo que los trabajadores habían padecido a partir del derrocamiento de Juan Perón y, sobre todo, con todo lo que habían luchado y resistido, vinieran a ocurrir aquellas muertes. Dos adolescentes que habían entregado sus vidas justo cuando el pueblo al que pertenecían iniciaba los festejos por el triunfo tan esperado.

Hoy es posible decir que la ofrenda laica de aquellas vidas era parte del torrente popular que, a lo largo de casi dos décadas, se había constituido en una fuerza social orgánica que tenía a la clase trabajadora como su eje articulador y que, en torno a ella, habían confluido todos los sectores sociales expoliados por la clase dominante. Pero, en aquel entonces, no era tan fácil como ahora conceptualizar el período, a lo sumo, la consigna “Luche y Vuelve” proveía de sentido a todos los esfuerzos, incluyendo aquí a la pérdida irreparable de tantos compañeros y compañeras.

Aquel 25 de Mayo, pues, la liberación de los presos políticos representaba la convalidación de toda la lucha porque, en definitiva, Perón había podido regresar a la Patria gracias a ellos, a todos los caídos y a la presencia indómita del pueblo en las calles.

Después de aquél hubo otros 25 de Mayo históricos. El próximo, el que viene dentro de unos días, traerá el recuerdo cálido de Néstor Kirchner, el inicio de su gobierno en 2003, cuando dijo que venía a compartir un sueño. Y también hubo el 25 de Mayo de 2018, cuando la entonces CTA-T (hoy Central de Trabajadores y Trabajadoras de la Argentina), junto a un puñado de organizaciones barriales, empresariales, eclesiásticas y sindicales, organizó un multitudinario acto en la avenida 9 de Julio con la consigna “La Patria está en peligro. No al FMI”. Rollandi, que para ese entonces era el secretario de Organización de la CTA-T, aseguraba a quien quisiera escucharlo en las reuniones preparatorias que se hacían en una iglesia del microcentro, que se juntaría más de medio millón de personas. Y no se equivocaba.

Ahora, este próximo 25 de Mayo, precedido por la ratificación explícita de Cristina de no ser candidata, reabre la disputa por el sentido de la movilización, esto es, por la razón de ser del pueblo volcado a ocupar el espacio público. Quizás, la evidencia de que es preciso construir, como ocurrió entre el período que fue desde 1955 hasta 1973, un protagonismo popular activo, una capacidad de incidir en los destinos de la sociedad luchando contra las proscripciones y la represión, pueda lograr que una nueva generación de dirigentes y militantes tome el timón de la Historia.

El 25 de Mayo de 1973 fue, como es sabido, un punto de inflexión porque toda una generación se había hecho cargo de ello. Medio siglo después, anoche para ser preciso, Gustavo Rollandi rememoró aquellos hechos y no pudo menos que recordar al padre de Carlitos durante el velatorio. Dice que sintió de nuevo el abrazo que aquel hombre, destrozado por el dolor, le diera y escuchó, como si fuesa una letanía, sus palabras, una y otra vez: “Si les habré preparado la leche a vos y a Carlitos”. Era, sin dudas, el legado de una generación a otra.

A Pancho Nenna, in memoriam.

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